Texto I
Compungida, pesarosa, contrita. No sabría especificar cuál de todos estos adjetivos le cabía mejor a la mujer que entraba por las puertas de la San Miguel apenas unos días después de la asunción del nuevo Papa. Yo me encontraba también en el ingreso al santuario, pero no por pecador, tampoco por devoto. En realidad recurrí al lugar para acercar una ropa en desuso y me encontré sentado en las escaleras a un niño de unos 10 u 11 años que me interceptó para pedirme unas monedas; intercambiamos un par de palabras, muy pocas, y se quedó con unas remeras que le iban perfectas.
En ese mismo instante entraba ella. Sin siquiera mirar al
niño, que ya le había requerido algo al vuelo, y con una gran consternación se
detuvo unos instantes ante la gigantografía de Francisco apostada al ingreso.
Cariacontecida y tapándose la boca con un pañuelito blanco, quién sabe qué
sentimiento le apretaba tanto el pecho a ella…
El niño y yo nos miramos brevemente, y coincidimos en una
mueca de desconcierto.
Texto II
Tengo el privilegio de vivir en un hermoso barrio de la
ciudad donde las siestas son hermosas y tranquilas. Entre hoteles residenciales
y boliches bailables, no todo es bullicio y libre albedrío siempre. No. A veces
este paisaje depara algunas sorpresas dignas de la anécdota. Como esta.
Salía yo a la calle con mi pequeño hijo, y mientras esperaba
que la familia se completara alrededor del auto, observé despreocupada un
picadito de fobal de camisetas variopintas en la canchita pelada y polvorienta de
enfrente. Uno de los jugadores emergió de entre esa polvareda por encima del
antiquísimo muro de la Prefectura (derrumbado hace tiempo en pos de la
continuación de la costanera paranaense) para buscar la pelota que, indiscreta,
se había metido por el garage del amoroso hotel y salió haciendo una jugadita
pícara, raudo a los minutos restantes y candentes de la partida. Tras cartón,
una motoneta de esas nuevecitas con carrito me sorprendió a contramano por la apacible
calle. Como es costumbre –de los automovilistas circular a despecho y mía, mascullarles
tímidamente-, le grité “¡Señor!... ¡Es contramano!”. El hombre pegó el
volantazo a la izquierda junto a su guaina que, acodada coquetamente en el
carrito, no escatimaba belleza y galantura, e ingresó al residencial sin más
preámbulo. Mientras mi pequeño hijo, aprendidas las mañas de su madre, seguía
vociferando con toda su indignación “¡señor, es contramano… señor, es contramano!”,
la hinchada alborotada de enfrente festejaba el golazo del moto-man. “¡Como no
puede entrar con el caballo… la trae en la motito!”, reflexionó a boca de jarro
un sudado jugador.
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